Un joven amigo viticultor y su padre, ya jubilado, volvían ayer indignados de la viña tras recibir (más bien sufrir) la visita de unos inspectores de trabajo. El joven, un mecánico criado en la ciudad, se aburrió hace unos años de trabajar en una fábrica y ha vuelto al campo, donde aprende el oficio de su padre y abuelos. En la cuadrilla algunos son del pueblo y otros extranjeros. Todos con los papeles en regla y dados de alta en la Seguridad Social, pero nunca se sabe.

Los inspectores, un hombre y una mujer llegan como un cazador que cae sobre su presa, interrumpiendo el trabajo: «A ver documentación. Vosotros, id saliendo todos uno por uno». El joven agricultor, abrumado, casi no acierta a responder al interrogatorio: «¿Van a destajo? ¿Cuánto les pagas? ¿Qué superficie tiene esta finca? ¿Quién es el propietario?»

«La finca es de la familia -responde mi amigo- pero no sé si está a nombre de mi padre, de mi madre, de mi abuela o de quién». Primera falta. Los próximos días tendrá que personarse en Logroño con papeles del Registro, escrituras y demás. Las preguntas siguen en plan acosador: «¿Este es el primer remolque? ¿A qué hora habéis empezado? ¿Dónde llevas la uva? ¿El tractor es tuyo?». Entre el revuelo, la confusión y los nervios, se echan en falta unas tijeras de cortar uva. «¡ME CAGOENDIOS!» grita el padre. «¡AQUÍ NADIE SE MUEVE HASTA QUE APAREZCAN ESAS TIJERAS!«. Los inspectores se quedan estupefactos. Ponerse a gritar así por unas tijeras perdidas. Son jóvenes, claro. No entienden que, si por casualidad las tijeras han caído en el remolque, cuando se descargue la uva estas acabarán en la tolva de la bodega y romperán la maquinaria provocando el caos.

La segunda falta es no saber donde viven todos y cada uno de los vendimiadores. Las autoridades, incapaces de controlar y castigar a las mafias que trafican con gente, pretenden convertir a los agricultores en policías, obligándoles a conocer hasta lo que han comido sus vendimiadores el día anterior o qué pie calzan. Así que a mi amigo le caerá una multa. El objetivo, como casi siempre, recaudar dinero de los pequeños agricultores. Mientras tanto las verdaderas mafias campan a sus anchas.

«No te puedes imaginar lo diferente que era antes. Hace treinta años.» – me dice el padre mientras comemos. «Se vendimiaba con comportones, que pesaban ciento y pico kilos y que había que sacar hasta el camino. De sol a sol. Era cien veces más duro que ahora y sin embargo ibas contento a trabajar. En familia. Comiendo en el campo todos juntos. La vendimia era una fiesta. Lo pasábamos genial.» – recuerda con los ojos humedecidos. «Veías a un vecino y le decías vente a vendimiar conmigo. Al día siguiente ibas tú a trabajar para él. Al juntarnos compartíamos remolques, caballerías, esfuerzo… Ahora, poco más que parecemos delincuentes por trabajar nuestra tierra. Siempre mirando por encima del hombro. Y solos. La familia ya no viene a ayudar porque hay que hacerles un contrato de trabajo, si no se te cae el pelo…».

«Vale -concede- quizá no pagábamos tantos impuestos, pero eran diez días al año y entonces tampoco el país necesitaba tener tren de alta velocidad en cada puñetera capital de provincia.» Pienso para mis adentros que tampoco ahora nos hace ni maldita la falta, pero no quiero interrumpirle mientras se desahoga. «Y en la bodega es casi peor» -continúa- «Todos los días hay bronca en la fila para descargar. El otro día casi le pega uno a una chica joven de la oficina . Los trabajadores de la bodega están mal pagados y sólo miran la hora de marcharse a casa. Si se les atasca una máquina no saben arreglarla y te pueden tener horas parado. Antes, los que trabajaban en la bodega la sentían como propia. Sabían hacer de todo, o improvisaban lo que hiciera falta. Se dejaban la piel para que todo el mundo metiera la uva, hasta que ya no había más remolques. Vivían y dormían allí mientras hubiera tajo. Ahora en cambio estamos constantemente enfadados unos con otros. Es muy triste.»

Se marchan resignados de vuelta al viñedo y me dejan revolviendo antiguas fotos de familia: gente sonriente camino de la vendimia, niños en los remolques (hoy sería impensable: explotación infantil, etcétera), familias y vecinos compartiendo el trabajo, la comida y el vino. Y se me hace un nudo en la garganta pensando lo deshumanizado que se ha vuelto todo. La vendimia que hasta hace poco era una forma de vida, una fiesta, una época de reunión familiar. Nada de eso quedará ya para nuestros hijos. Tan sólo unas viejas fotos y algún recuerdo de nuestros mayores, contado durante la comida, para quien quiera escuchar.Almuerzo durante la vendimia

En el remolque

Camino de la vendimia